sábado, 16 de agosto de 2008

Comer con los cinco sentidos (Piergiorgio M. Sandri ,la vangardia.es)

Chup, Chup. Basta con oír el suave hervor de una cazuela de una olla a la hora comer y en seguida empezamos a salivar. Lo mismo ocurre al mirar las fotos de unos platos en una revista de gastronomía: en seguida notamos que el estómago protesta. O cuando olemos por unos segundos el humo de una barbacoa que viene de la terraza de un vecino: el aroma puede despertar un hambre inesperada. Es evidente que comer no es sólo un capricho de nuestra barriga, sino una respuesta a una estimulación sensorial compleja que involucra a todos nuestros sentidos. El cerebro es lo que manda, no el estómago. La industria alimentaria y la restauración empiezan a entender el potencial de la gastronomía sensitiva. Porque nuestra ceremonia del banquete empieza mucho antes de sentarnos a la mesa.

Seguir leyendo noticia

Gusto Sería muy reductivo limitar el acto de comer a lo que percibimos en el paladar. Miguel Miravall, del Instituto de Neurociencias de Alicante, coordinador de una de las ponencias del último seminario PS2008 de percepción que tuvo lugar hace unas semanas en el CosmoCaixa de Barcelona, explica: "Tenemos unos sensores en la lengua, pero solamente detectan unos compuestos reducidos de sabores básicos: dulce, agrio, salado, amargo, umami - que es el sabor a glutamato, que se asocia, por ejemplo, a la carne-. Toda una parte del placer y de la memoria se forma en el cerebro", asegura.

El ser humano tiene unas 10.000 papilas gustativas, pero no todo se produce ahí. En el gusto entran en juego también los otros sentidos: desde la vista (la apariencia del plato) hasta el olfato (el perfume de una salsa), además del contexto (lo que nos transmite la atmósfera del lugar), así como nuestras experiencias previas. André Holley, autor del libro El cerebro goloso (Ribas ed.) escribe que "el gusto no lo contiene el alimento, sino que nace del encuentro entre alimento y los aparatos sensoriales de una persona que lo utiliza". Dicho de otra manera, comer es un fenómeno cerebral. Joël Candau, reputado antropólogo sensorial de la Universidad de Niza, lo explica de esta manera: "El cerebro es plástico, combina sentidos diferentes y a partir de ahí lleva a cabo una cierta confi guración. No comemos. Representamos en la mente el acto de comer".

En la alta cocina los restauradores más consagrados ya han convertido la mesa en un acontecimiento multisensorial. "Hay que venir aquí con los sentidos predispuestos. La mitad de la comida la hace el cliente. Yo sólo pongo las herramientas", dice Andoni Aduriz, dos estrellas Michelin del restaurante Mugaritz de Errentería. A continuación tienen algún ejemplo de cómo, más allá del gusto, funciona la gastronomía sensitiva.

Oído

El cocinero británico Heston Blumenthal sorprendió al mundo el año pasado cuando decidió servir a sus clientes unos platos junto a un iPod. El menú audio gustativo era el siguiente: el sonido del mar y de las olas acompañaba la degustación de unas ostras. Y las chispas de aceite friendo una tira de carne hacían de banda sonora a unas cucharadas de helado de bacon. Luego volvió a servirlos, esta vez sin auriculares. Cuando se preguntó a los comensales qué plato resultó ser el más sabroso, la respuesta fue unánime: los que se degustaron con el iPod. La experiencia auditiva infl uyó en la valoración fi nal, cuando la elaboración de los platos era idéntica.

Tacto. Andoni Aduriz cuenta que hace una temporada su menú incluía unos chipirones de anzuelo, cuya textura, debido a esta técnica de pesca, era más consistente que el promedio, algo gomosa. Con un cuchillo tradicional, los clientes tenían cierta difi cultad para cortarlos y el cubierto, con tanto esfuerzo, rechinaba al rozar el fondo del plato. Los comensales empezaron a quejarse de que el chipirón era demasiado duro. Aduriz entonces decidió cambiar de cuchillo y puso uno muy afi lado, que cortaba el chipirón como si fuera mantequilla. Resultado: las quejas cesaron. La modifi cación de la percepción sensorial, en este caso la del tacto, transformó la experiencia culinaria.

Vista. Hagan ustedes mismos la prueba: si nos ponen 80 gramos de pasta en un plato de grandes dimensiones, la impresión que tendremos es que la cantidad de comida no será excesiva. Pero si nos la servimos en un platito pequeño de tapas, ocurrirá lo contrario: la ración nos parecerá incluso excesiva. De la misma manera, se puede hacer un bocadillo depositando las lonchas de jamón en el borde del pan, de manera que cuelguen fuera cuando cerremos las dos mitades. Aunque el sándwich esté casi vacío por dentro, la imagen visual nos enviará un mensaje de abundancia.

En cuanto a los colores, su efecto es poderoso: comemos también con los ojos. "Un color, como en la pintura, bien colocado y en su dosis adecuada, mueve nuestra atención. Si, por el contrario, es desproporcionado y estridente, distrae nuestra atención", cuenta en el libro Neurogastronomía el chef y neurólogo Miguel Sánchez Romera. Por ejemplo, según Sánchez Romera, el rojo nos sugiere algo "picante, provocador, como el pimiento. Pero también induce a lo maduro, como el tomate". El marrón, en cambio, evoca "carnes y aves asadas, carne de caza, castañas, lentejas, garbanzos, cereales... Invita al pasado, al recuerdo, al otoño, y al invierno. Nos sugiere calor. Nos induce a la nostalgia de un guiso".

Olfato El 80% de lo que se detecta como sabor es procedente de la sensación de olor. "El sistema olfativo es cuatro veces más potente que nuestro paladar. Y el olfato llega directamente al área de la memoria emocional", explica Miguel Miravall. La interacción entre el gusto y el olor es la más fuerte que existe. Las investigaciones demuestran que sólo un 2% de las moléculas olorífi cas que desprende un producto se perciben fuera de la boca. Así que la verdadera información aromática se transmite en el momento en que la sustancia se mastica, se deglute. No hay que olvidar que un bulbo olfatorio tiene unas 200.000 neuronas. "Es como un pequeño cerebrito", dice Miguel Sánchez Romera.

Por lo tanto, el aroma de un producto es fundamental. Piénsenlo bien: es más fácil identifi car y describir un olor que el sabor. "¿Cómo describiría, aparte del nombre, a qué sabe el chocolate?", pregunta SánchezRomera. Por ejemplo, la trufa, sin el olor, sería como una patata cruda. El olfato no sólo permite identifi car el producto gastronómico, sino que tiene algo único: según varios estudios, la memoria de los olores es más persistente en el tiempo que la memoria visual. Ciertos olores simples o episódicos, y que se asocian a experiencias de la vida real, tienden a evocar recuerdos emocionales más vívidos respecto a otros tipos de señales. Un aroma de un guiso nos puede llevar a la infancia en cuestión de segundos. A la esfera de la emoción.

Ahora bien, cuando se quiere estimular los sentidos, hay que tener presente que la impresión inicial es la clave. Néstor Braidot, catedrático de la Universidad de Salamanca y consultor empresarial especialista en neuromarketing, cree que "los primeros segundos son fundamentales. Los seres humanos somos capaces de distorsionar las impresiones sucesivas para acomodarlas a la primera". Aduriz cuenta un caso curioso, el de la sopa fría de pescado. En su restaurante se servía en un bol muy caliente. El objetivo era que la sopa adquiriera calor con el paso de los minutos, al contrario de lo que ocurre habitualmente, cuando con el transcurrir del tiempo todo se va enfriando. Pues bien, el gesto más natural e institivo de los clientes antes de probarla fue coger la cuchara y soplar para enfriarla: estaban condicionados por la alta temperatura del bol.

Sin embargo, esta conexión entre sentidos y cerebro no es estable. Varía en el tiempo. Por ejemplo, una mala experiencia que tuvimos de pequeños con unos mejillones a la marinera nos puede marcar incluso hasta una edad madura, siendo adultos. Los mejillones siempre tendrán mala pinta para nosotros, por muy buenos que sean. "Nuestras propias experiencias son el fi ltro de lo que vemos. Alteramos la realidad para que se adapte a ellas", dice Braidot. Sin contar que nosotros mismos, con el tiempo, cambiamos de preferencias al ampliar nuestra gama de experiencias culinarias. "Me acuerdo - cuenta Joël Candau- de que un cocinero intentaba rehacer un plato de su abuela, pero no lo conseguía, estaba desesperado. ¿Saben por qué fracasaba? Porque lo probó cuando tenía diez años. Las percepciones sensoriales también se modifi can a través de lo que experimentamos a lo largo de nuestra vida".

Asimismo, si nos gusta un plato en lugar de otro, también puede ser algo que no tenga nada que ver con los cinco sentidos, sino con su origen cultural. "El gusto proviene, en gran parte, del aprendizaje, es decir, que puede ser educado", recuerda Holley. Y en este punto, hay diferencias entre países. "Nuestra actitud gastronómica natural se forma en el entorno. En Francia apreciamos los quesos como postre. En Asia es algo impensable o lo encuentran asqueroso", dice Candau. "Y esta cultura es un elemento muy resistente: para un inmigrante es más facil perder su propio idioma que sus preferencias y hábitos culinarios".

El futuro representa un reto muy estimulante y al mismo tiempo muy peligroso para la gastronomía. En un mundo cada vez más interconectado y abierto a nuevos sabores y experiencias, y con la certeza de que un estímulo sensorial puede transmitir mensajes poderosos a nuestro cerebro, la cocina tiene muchas posibilidades de seducción. Más que en el pasado. No obstante, según Holley, es preciso poner un límite. "Los alimentos necesitan, para funcionar efi cazmente, detectar relaciones estables entre las propiedades sensoriales y las propiedades nutritivas. Si estas relaciones son arbitrarias y aleatorias porque se quiere dar más valor a los productos añadiendo sabores que han demostrado su valor de seducción en otros casos, existe el riesgo de debilitar el placer. Lo más sencillo sería reivindicar que los alimentos tengan el gusto de lo que realmente son".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias, Marcelo.
e eu adorei seu post.
Espero que volte sempre.